viernes, 14 de septiembre de 2012

Rojo perfecto

No existió jamás tanto tabaco.
Nunca una boca soportó tanto placer.

Te deshacías, te deslizabas hacia el suelo.
Y lamiste sus pies, sus rodillas, su cuello, su mirada...
a aquel extraño.

Con los dedos empapados, 
con el sudor aún reciente, 
decidiste que su propio aliento era ahora tu vida.

Y ahí estabas, 
enorme, ágil, eterna, 
en breve terminada.

Sus manos, de momento, era todo cuanto había.
Sus manos lo eran todo.
Sus manos, lo eran todo.

Y por supuesto nada más, 
ni más música, ni pájaros, 
ni tantos atardeceres.
Ninguna despedida digna.

"Tantos viajes, tantas páginas de Kerouac, 
tanta cárcel, para morir sólo, ¿comprendes?
¿Ves los pequeños cactus miserables?"

Para qué conservar tantos recuerdos.
Al marcharnos sólo quedó el fuego.
Y al volver ya eran cenizas.

Arriesgaste demasiado, nena, 
pero quizás valió la pena.