domingo, 12 de febrero de 2017

Siete poetisas muertas

Se soplaron las velas, se cantó acompasadamente a coro, se cerraron los portales, todas las farolas de mi calle acabaron por fundirse.

Me acompañaban tres monedas extranjeras y mi mala suerte con disfraz de grandiosa oportunidad.
Te desperté de tu letargo, destrocé mis huesos caminando, alimenté a cada perro abandonado.

No oigo música en el metro. Piso descalza. Se agrandan mis ojos. Convierto en humo el fuego en mi garganta.

Congelada en invierno, en soledad, como Los Andes. Como cada cementerio olvidado, cada error en la historia. El arma asesina ahora bien limpia, aguardando en el armario.

Te negabas a crecer, era imposible.

Pedías limosna entre alaridos de rabia. Asististe obligada a la escuela, pero a nadie le importa. A todo el mundo le da igual.

Otra vuelta más: desde Cuatro Caminos a Legazpi buscando un nido donde incubar mis criaturas.
Escarvo entre mis encías, busco una señal del pasado. Busco recuerdos escondidos en su enfermiza timidez. Insultos, carcajadas. La piel muerta de siete poetisas suicidas.

No reconozco a nadie de quienes se atrevieron a soñar sobre mi cama.

La ciudad que jamás me entendió hoy me regala unas botas de cordones rosas y me presta un teléfono con rueda.

Marco... espero.
Marco... comunica, espero.