miércoles, 12 de noviembre de 2014

Lucía

Como Lucía, que no llegó a abrir los ojos hasta el final del verano.
El sol la cegaba y la arena ardiendo quemaba sus pies de camino a la orilla.

Anduvo atando cabos al margen de los textos excritos,
rozando sexo ajeno, intentando descubrir de qué punto a qué punto
su cuerpo podría extenderse.

Amaba y buscaba.
Te buscaba, tan rota que a penas podía explicar
hasta dónde quería llegar, y qué haría al encontrarte.

Nunca seremos los primeros.

Acaricio su cara, recojo su pelo.
No hablamos pero sabe que ahí estoy.

Sabe también, como yo, que lo abstracto como el tiempo
también puede tocarse.
Muchos nunca lo sabrán, por más que estudien,
y por más que la envidia conduzca sus miradas.

Equivocación.

El tiempo, intangible, dicen, te mira de frente y susurra:
Sí, ingénua, el mar siempre estuvo ahí...
Aída cumplirá 15 en diciembre, a María ya ni la conoces.

Cada verano ha sido diferente y no,
nada permanece tal y como pensabas que siempre permanecería.

Ideas equivocadas, ingénua.
Todo cambia, no es ningún secreto.

Entierra bajo el lodo tus manos y tus piernas...
Tan inmóvil como la tierra al rotar, tan viva.

Si mi corazón late, si mi sangre fluye...
Siento dolor, rabia, gratitud, felicidad extrema.

Formo parte del ritual mortuorio al que a todos complace asistir.

Beso mejillas de extraños, a penas me importa.
Al llegar a casa me espera tu sonrisa,
vayas donde vayas te acompañan las olas y su ruido.

Me acaricias,
y tus ojos me dicen que sabes más de lo que cuentas.

Tampoco importa la verdad,
nunca la descubriremos.

Prendas de un amarillo chillón,
y este calor que descongela la rutina.
Poco me importa.

Soy arena, niña, efímera, brillante.
A pasos de gigante, caminando mar adentro.