Las agujas del reloj me llevan ventaja.
He aprendido a dibujar sobre la piel la silueta de mi fuerza. El equilibrio.
He formado parte del sol y las sombras del norte.
Llegamos hace cuatro horas, con la mente aún virgen y un manojo de llaves atado con correa al pantalón.
Entre mi corazón y mis ojos se extienden las 120 héctareas de un cementerio olvidado.
Y aquí me encuentro, más allá de las palabras, más allá de los abrazos que se resisten a existir.
Acariciando con cuidado al cachorro que acaba de nacer.
Tirando del hilo que cosía mis labios.
Levantamos los pies del pentagrama que marcaba nuestros pasos: La madrugada, la sed y el sonido de un río lejano.
Nada, alzamos la mirada. Nada. Y todo.
Vaya, se acabó tu tiempo. No podré volver siquiera a saludarte, a preguntarte qué tal. Ni enviarte fotos, ni contarte, sorprendida, que hasta ahora creía que nada era imprescindible excepto el agua y el calor.
Vaya...
He decidido desoír al gran chamán. Pobre farsante, no tenía ni media hostia.
He colocado un espejo en medio del camino. Infinidad de falacias desnudas que no son bienvenidas a la fiesta.
Nada. Nada más: tu voz, luz ténue. Este viaje. Este momento.
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