miércoles, 25 de junio de 2008

Un solo color

Material gastado en mi mochila. Un hartazgo lo suficientemente duradero como para que empiece a ser real. Un reloj impertinente, unas sábanas infectadas, ropa mojada en la terraza.

Regalo mis gestos a cambio de que algún observador voluntarioso se haga rico a mi costa. Constato mi poca vergüenza, mi falta de patrones, mi desintegración, mi lenguaje, mis arcadas. Camino con cautela para no deshacer los hilos frágiles del orden, para no despertar a los dormidos, para no estallar dando un golpe en la mesa. Acojo mis impulsos.

Acaricio a la aprendiz de persona con sus diecisiete años y la ilusión incandescente, con su mundo tan valioso y su pelo brillante, sin que ella lo sepa. Escucho de nuevo su canción, sus chistes. Intento abrazar su voz, imitar sus movimientos, espantar de mi cara la mueca de superioridad, la evidencia de que sé que aún le queda mucho por ver. Escruto la profundidad de su mirada, y casi adivino de dónde viene. La retengo unos instantes y luego la dejo marchar. Sé que mi presencia le deja tranquila, que ha recibido certeza en mis palabras y que se aleja contenta.

Esta felicidad consiste en que la comba no deje de balancearse. Esquivo la filosofía en la que se asientan los pilares endebles de quien pretende darme lecciones. Doy forma a las intenciones difusas, empuño la espada, me creo. Soy capaz.

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